viernes, 18 de marzo de 2011

algo pasa (en el bar de Quintana)

Rivera se recuesta, apenas, en la silla vieja de madera, y ambos crujen. “La edad no llega sola” le dicen ultimamente, bastante seguido, y cada vez tiene mas ganas de mandar a todos los repetidores de pavadas y de frases hechas, a la mismísima mierda. Yo lo banco, y hasta me ilusiono a veces con que se va a cargar a alguno de una piña, el dia que éso pase, voy a a estar, ahí, detrás suyo, Rivera, y les vamos a mostrar quién debe hablar y quién callarse. Una cerveza, y dos vasos, por favor.


En el bar, hay uno que hoy la trajo a la Ramona, linda mina, y nada cara para el lomo que aun mantiene. Todos los que estamos acá, mas unos cuántos de los que no pisan esta esquina, la conocen. El pelado Augusto me la presentó una tarde en la que yo me estaba amasijando a causa de una pena rubia, adolescente, y con unos ojos que me habían desauciado en una unica mirada. Siempre que me entraba la tristeza me iba a caminar cerca del río, y esa tarde la Ramona, que hacía poco había empezado a laburar me devolvió a mi casa con el músculo cansado, la sonrisa levitando y alejado para siempre de los ojos asesinos de la Carol. Pero hoy, Ramona no. Hoy vino con uno, que según Quintana, el mozo, se llama Aguirre o Aguilar, o algo así, “que no es de acá, pero lo tengo visto”. Pero la Ramona no vino laburando, dice Quintana, vinieron a tomar algo, nada más, y dice que se va temprano a casa, que mañana llega el Aldo, el pibe, el que viene cada dos meses de la capital, el que está estudiando para maestro, y que lo quiere recibir bien despierta, como el nene se merece.



Salcedo cabecea mirando a nuestra mesa mientras pasa caminando por la vereda de enfrente, y Rivera le devuelve el gesto. Salcedo es un mal bicho, Rivera lo putea por lo bajo, e inmediatamente se persigna, a la altura de la panza, con la mano que le tapa la ventana. Yo escuché alguna vez que el paraguayo quiso echarse a la la patrona, pero nunca me animé a preguntar si era verdad. De cualquier manera, el viejo no lo puede ver, y como si supiera de mi duda, me comenta que no le dé cabida, y que nunca se me ocurra dejarlo entrar a casa. Mal bicho, rezonga y le pide a Quintanita otra cerveza.


Hoy el clima embolsa una de esas calmas que sólo se sostiene mientras nadie diga una palabra de más, mientras nadie respire siquiera un poco mas fuerte de lo que los demás se bancarían, mientras no aparezca, por ejemplo, Eladio, con esa campera roja y esa pose con la que está acodándose en la barra, ahora mismo.

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