domingo, 11 de julio de 2010

So...

Y corrí su cuerpo hacia un costado de la cama. Todavía estaba caliente, y yo corrí su cuerpo hacia el costado mas cercano a la ventana abierta.
Las palabras que había dicho, eso de querernos, eso del amor, aún flotaban en lo denso de la luz que, así como su voz, me había tirado encima su mirada. Lo curioso fue que me quedé mirando sus palabras por un largo rato, acaso intentando descubrir si eran sinceras. No llegué a nada, por supuesto, todo el mundo sabe que cuando las palabras mueren, pierden su carácter de verdad o de mentira, la palabra muerta es sólo una impotente seguidilla de impotente letras, y al tiempo que esa trasmutable impotencia me adentraba, me alejé. Fui hasta la cocina, a buscar alguna cosa que tomar, nada, algo que tomar, sin importarme qué. Abrí la heladera y encontré el licor ambar de limón que ella trajo la primera noche. Y también hallé su boca, ardiendo contra el frío del limón, derritiendo mis labios y empañando mis ojos. Un reflejo de su boca que debió habersele quedado ahí perdido, de entre los tantos reflejos que nos dimos esa noche. De entre los tantos tragos que bebimos de un licor que se acabó antes de que la mañana entrara a terminar con todo. La botella, la misma que debo haber tirado alguna noche de esas en las que rastreaba sus recuerdos por la casa, para asirlos primero, para destruirlos despues, esa misma botella ahora estaba llena, como en el mismo instante en que ella entraba a casa por primera vez.
Pero ahora, su cuerpo en el dormitorio, como queriendo desdibujarse, empezaba a confundirse con el borde de la cama. Se le habían ya borrado las marcas de los besos, los olores del sexo, los latidos rompepiel. Un latido, justamente, agonizaba de rodillas en una esquina del cuarto. Su ritmo, cada vez mas lento y cada vez tenue su tambor, se movían hacia el último momento. Me lo quedé viendo, y supe en él las pulsaciones del cuerpo al que dio vida encima de mi cuerpo. Lo acaricié, lo vi cerrarse sobre su temblor final y lo dejé caer en el oscuro paso hacia el pasado eterno. Cuando me incorporé ya eran otros mas los rasgos que se habían marchado de su cuerpo. Atiné a cerrar los ojos para oir su voz, que intuí se perdería pronto, y tuvimos un pequeño diálogo sobre su idea de decorar inodoros, que me despertó las mismas risas que la vez que me la confesó.
Prendí un cigarrillo y me paré de frente a la ventana. A ella le gustaba cuando yo le hablaba mirando a la calle, evitando su rostro, me decía incluso que las charlas mas sinceras son aquellas en las que los ojos no aparecen, donde sólo las palabras cuentan. Así extendíamos conversaciones sobre estas mismas sábanas, por horas, en la oscuridad, tocándonos, pero sin vernos. Le encantaba. Y a mí.
Volví mi cara hacia la cama y ya era apenas un esbozo de su cuerpo el que yacía en ella. Su respiración, la misma que en las muchas horas del teléfono, hacían que sintiera que mi oído se pegaba a su labial incendio de caricias, era ahora acaso un viento debil que moría ante la lluvia de una lágrima que inundaba el cuarto. Sus formas, las que erguían mi carácter de hombre con el sólo hecho de existir, se iban alineando en una espiga que se hundía en una arruga de las sábanas de aquel silencio que impregnaba el día.
Cerré los ojos para verla por última vez. Con su desnudez volcada encima de la mía.
Y cuando por fin su cuerpo ya no era mas que su recuerdo, cerré la puerta.
Y me fui.

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